Mas no convocará ningún referéndum
José García Domínguez
Lo de Mas va a pasar a los libros de historia. Acaso tras la decisión de ir al teatro que adoptó Abraham Lincoln el 14 de abril de 1865, la suya de adelantar las elecciones domésticas constituya el error más grave nunca cometido por un profesional de la política. Gratuita necedad, ésa de anticipar un par de años los comicios, que ha llevado a un fracaso sin paliativos no solo del independentismo, sino también de cuantos fantaseaban con un referéndum de autodeterminación al margen de la legalidad constitucional española. Propósito que a la luz de los resultados del domingo resultará imposible llevar a la práctica. Completamente imposible.
Y ya se puede vestir de lagarterana, pactar o no pactar con la Esquerra, entenderse o no entenderse con los antisistema de la CUP o cortejar o no cortejar a los poscomunistas de ICV. Haga lo que haga Mas, los partidos que postulan la convocatoria de una consulta unilateral no alcanzan los dos tercios del hemiciclo que exige la ley. La ley catalana, no la española. Repito, la catalana. Mayoría cualificada que, por cierto, tampoco existía cuando el Moisés del Llobregat tuvo la genial ocurrencia de firmar el decreto de disolución. Así las cosas, Mas no podrá acometer ningún proceso secesionista por la muy sencilla razón de que el nuevo Estatut, una norma jurídica avalada por el propio Mas en el Parlament de Cataluña, le cerraría el paso.
No va a haber, pues, ni consulta ni referéndum ni niño muerto. Quizá, no lo descartemos, quepa ser más torpe. Pero habría que entrenar muchísimo. En el mismo orden de contrariedades, tampoco hace falta ser licenciado en Exactas para constatar que quienes pretenden la separación de Cataluña y España –CiU, ERC y CUP– ni siquiera han cosechado el apoyo del 34% del censo electoral. Frente a ellos, las fuerzas de implantación estatal o abiertamente españolistas –Ciudadanos, PP, PSC e ICV– suman dos puntos más, el 36% del mismo censo. Y ello contando a Unió entre los separatistas, lo que es mucho contar. He ahí la realidad de esa "fiebre soberanista" que, según nos decían, recorrería Cataluña. El resto son ganas de marear. Cuánta razón tenía Forrest Gump: "Tonto es el que hace tonterías".
Está claro que eso de orientarse con los mapas no va con Artur Ibarretxe. Había planeado el hombre un viaje a Ítaca y ahí lo tienen, perdido en el laberinto del Minotauro. Encerrado y sin salida posible. Ninguna. Porque ni siquiera una atolondrada huida hacia delante, la convocatoria del referéndum, resulta ya factible para el Moisés del Llobregat. Mas es a estas horas un cadáver político. Y la publicación de su muy sentido obituario en la plana de esquelas de La Vanguardia, solo cuestión de tiempo. De muy poco tiempo. El insepulto Artur acabará, ha acabado de hecho, como su gemelo Juan José, aquel Ibarretxe primerizo al que Dios confunda. Y todo por culpa de tres míseras actas de diputado. Apenas tres.
El Diablo, es sabido, siempre anda en los pequeños detalles. Así, pese al crecimiento exponencial de la Esquerra (de diez a veintiún representantes), el ascenso de Iniciativa (gana tres) y la irrupción en escena de la CUP (con otros tres escaños), los proclives a violentar la legalidad constitucional no suman los dos tercios imprescindibles para poder convocar la consulta prometida por el muy honorable difunto. Hay en catalán una voz, milhomes –"mil hombres"–, con la que se designa a la variante local de un gran clásico español, el chulito de barra de bar. Al respecto, Tarradellas, que no solo era alto sino que también era grande, solía repetir que en política procede hacer cualquier cosa, menos el ridículo.
Pero nuestro pequeño milhomes no estaba para esas prevenciones. Él iba a convocar el referéndum "sí o sí". Aunque cubriéndose las espaldas frente al Código Penal. De ahí que, muy cuco, optase por recurrir al padrón municipal –y no al censo– a fin de orillar la legalidad sin incurrir en delito. Mejor que prevariquen los alcaldes, caviló el astuto padre de la pàtria. Y, de paso, que votasen la independencia los pakistaníes y los maulets senegaleses. Truco leguleyo que apenas exige un trámite menor, a saber, que el Parlament promulgue esa ley electoral catalana que lleva camino de treinta años pendiente de aprobación. Ley que el artículo 56 del Estatut exige sea avalada, ¡ay!, por dos terceras partes de la Cámara, o sea por noventa diputados. Y faltan tres.