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Temo a los Dánaos, incluso cuando traen pivotes

Por alguna razón, el consenso de mercado pronostica que pronto asistiremos a la reversión de uno de los procesos de subida de tipos de interés más vertiginosos de la historia reciente. Intuyo que es el mismo sentimiento que durante el año pasado pronosticaba que, en un contexto inflacionario que rápidamente pasó de coyuntural a estructural, el precio del dinero no subiría, ni con tanta fuerza, ni con tanta extensión. En cualquier caso, son varios los analistas que sitúan ese descenso en medio punto para finales del presente año; es el famoso -y esperado-, pivote de la FED.

Quizá sea por argumentos como este por lo que el blog que inicia su andadura se denomina contra el mercado. Nunca me he identificado con el perfil contrarian. No me siento cómodo invirtiendo fuera de la opinión generalizada. Pero de un tiempo a esta parte y cada vez con mayor frecuencia, me sorprendo sentado en el bando de la oposición. Así que no podría aclarar si tal predicción sobre el pivote de la FED despierta en mí más incredulidad o miedo.

Incredulidad pues, no veo la forma en la que los bancos centrales consigan contener una inflación que, si bien está mejorando en términos generales, sigue mostrando una dura resistencia en cuanto a la inflación core o subyacente. En Estados Unidos, el dato actualizado del 5,6% la sitúa muy por encima de lo que los estatutos de la FED establecen. Y si como Jerome Powell ha repetido en sus comparecencias, no va a cejar en la aplicación de políticas monetarias restrictivas hasta ver cómo el aumento sostenido en el precio de bienes y servicios se estabiliza alrededor del 2%, me es difícil creer que basten apenas unos meses más para alcanzar tan ambiciosa meta. De hecho, en las siempre optimistas proyecciones publicadas por el FOMC, no se alcanzaría esa marca hasta finales del 2025.

Aún en el horizonte se adivina un riesgo adicional. Cuanto mayor sea el tiempo que tardemos en domesticar ese caballo llamado inflación, mayor será el deterioro que añadamos a nuestras economías. Ni siquiera pienso en repuntes que puedan castigar aún más la erosionada resistencia psicológica del inversor, sino en la posibilidad de que dicho aumento se asiente en la estructura económica. A ello contribuiría una banco central -si entrara en modo dubitativo-, el previsible incremento en la cotización del petróleo -deseada por los miembros de la OPEP vía recorte de producción-, la probable recuperación de unos precios del gas natural anormalmente bajos, o una espiral de actualizaciones salariales orientadas a atemperar el daño que se está causando a la economía doméstica del ciudadano. Y, desde luego, en ningún caso queremos convertir estos años veinte en una réplica de lo que sucedió durante la década de los setenta del pasado siglo cuando, con una inflación irremisible, Paul Volcker tuvo que proyectar los tipos de interés hasta cotas que no citaré por ahorrar al lector escalofríos innecesarios. Aquella guerra solo se ganó a fuerza de un enorme movimiento lateral de la renta variable norteamericana y varias recesiones encadenadas.

Por otra parte, el miedo -tal vez debería escribir respeto-, es la máxima expresión de una convicción en la que creo desde hace muchos meses tras comprobar cómo están actuando los bancos centrales. A menudo suelo comparar este proceso con el de atracar una embarcación. Cuando uno llega, como es el caso, tarde y con prisas, corre el riesgo de estamparse contra el pantalán. Si el capitán aplica demasiado contra-motor, se detendrá a mitad del canal y deberemos remitirnos a la situación descrita en el punto anterior. Si, por el contrario, se excede en su velocidad, el desastre puede ser mayúsculo.

Por seguir con la analogía náutica, mientras la embarcación de la Reserva Federal procede a la maniobra como si de un grumete se tratara, brillan las luces de alarma de un buen número de indicadores que históricamente han profetizado de forma fiable la llegada de una crisis económica. Y resulta especialmente significativo el contexto en el que Powell, Lagarde o Bailey, aceleran y viran. Durante los últimos doce años, las corporaciones han navegado a toda máquina, con el viento a favor, el mar en absoluta calma y un radiante sol en todo lo alto. Ahora tenemos que confiar que el crecimiento económico no se resentirá más allá del límite, en mitad de una tormenta, mar arbolada y corrientes contrarias.

Seamos conscientes de que estamos a un par de malas sesiones para contener la respiración a un lado y a otro del Atlántico si la credibilidad del sector financiero vuelve a ponerse en cuestión. Desconocemos por dónde se quebrará la estructura productiva, fruto de un exceso de revoluciones en el motor. Y quizá, al fin y al cabo, sea la intención última de los bancos centrales para acabar con la inflación. Provocar una crisis, que ni puede ser leve, ni evitar importantes vías de agua. Incluso el discurso de la FED está evolucionando gradualmente; primero negando cualquier posibilidad de crisis económica, aceptando posteriormente un soft landing y ahora pensando ya en una recesión leve. Todos sabemos que este ajuste no puede acabar bien. Hay que bajar las defensas de la embarcación y prepararse para el impacto.

Sí. Soy de los que piensan que Laocoonte -nuestro particular sacerdote-, tiene razón. Hay que desconfiar de los dánaos incluso cuando traen pivotes pues ese será el principio del fin.


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